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Con otros ojos

Escribe Sergio Carrasco

Los usos y costumbres de la primera oleada de inmigrantes chinos vistos por viajeros franceses en el Perú del siglo XIX.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, el Perú era aún objeto de la atención que, contenida por el régimen colonial, recién se había abierto al mundo plenamente con el advenimiento de la república. En el caso de los viajeros procedentes de Francia, para esos años estos ya no desembarcaban en tierras otrora aureoladas de misterio, atraídos por curiosidad geográfica, científica y comercial, sino –como afirma Macera en La imagen francesa del Perú– en cumplimiento de un deber, generalmente de Estado. No obstante, frecuentemente la curiosidad con la que llegaban seguía siendo la del viajero de siempre. Una que lo abarcaba todo cuanto estaba al alcance de ojos, oídos y entendimiento.

En Variedades, dibujo de Málaga Grenet. 

“Al visitar el Panteón en Lima, el 2 de noviembre, Día de los Muertos, quedé sorprendido por la manera casi gozosa con la cual los peruanos honoran a sus difuntos. Toda la población se había dirigido para esta circunstancia al cementerio de la ciudad, a pie, a caballo, en coche o en ferrocarril. Los rostros respiraban la alegría que procura un paseo al campo en una hermosa mañana de primavera. Se conversaba animadamente en medio de las tumbas y de tiempo en tiempo se escapaban desde los panteones, abiertos para la ocasión, pequeños gritos alegres lanzados por visitantes que se encontraban de manera inopinada”, describe Charles d’Ursel en Sudamerique: séjours et voyages au Brésil, à La Plata, au Chili, en Bolivie et au Pérou (1879).

La curiosidad de los viajeros abarcaba todo cuanto estaba al alcance de ojos, oídos y entendimiento. Der.: herbolario. Abajo, vendedor de pescado.

 

Pero lo que más llamó la atención del funcionario diplomático fueron, tanto como los trajes asiáticos claramente distinguibles en el intenso trajín de la concurrencia en uno y otro sentido, las costumbres de los inmigrantes chinos que empezaban su nueva vida en las antípodas de sus lugares de origen. “Son los chinos que vienen a rendir homenaje a las cenizas de sus compatriotas muertos cristianamente”, refiere d’Ursel. La admirada y minuciosa descripción de lo que a sus ojos era evidentemente desconocido continúa luego: “Al lado del nombre de bautismo del difunto, escrito con letras latinas, se encuentra grabada una inscripción con caracteres chinos; sus amigos se detenían al pie de esas tumbas y luego de algunos instantes de recogimiento, hacían arder frente a la piedra sepulcral paquetes de papeles de todos los colores que en seguida lanzaban por los aires. Esta costumbre, sin duda pagana, practicada para aliviar los manes de estos hermanos cristianos, en medio de una multitud alegre venida a llorar los muertos… ¡Qué singulares contrastes!”. 

Entre 1880 y 1884 tanto medios de prensa como viajeros prestaban atención a la comunidad que llegaba al Perú. 

Diplomático, encargado de los negocios de Francia en el Perú, d´Ursel, parece haber sido –según presume Macera– la fuente de información de tres compatriotas suyos que también estuvieron en el Perú en esos años con los ojos bien abiertos y que dieron cuenta de sus observaciones del barrio chino y el cementerio de Lima: Edmond Cotteau (Promenade autor de l’Amerique du Sud, 1878) y los hermanos Louis y Georges Verbrugghe (Foréts vierges. Voyage dan’s l’Amerique du Sud et l’Amerique Centrale, 1880). Para cuando su crónica de viaje se publicó, era noticia reciente que, en 1874, el marino peruano Aurelio García y el funcionario chino Li Hung Chang, en representación de sus respectivos gobiernos, habían suscrito el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre Perú y China en Tientsin, que estableció garantías para los ciudadanos chinos inmigrantes, contribuyó a reducir coerciones y violencia y allanó el ingreso de la representación diplomática china al Perú. Habitaba ya en el país, y en Lima en particular, un número significativo de ciudadanos chinos cuya presencia empezaba a imprimir una particular huella en la vida urbana capitalina de la que d’Ursel da señalada cuenta: “La presencia de chinos da a Lima una fisonomía particular; forman aquí una población completamente distinta.

A la visión del viajero d’Ursel no escapó el espectáculo del teatro chino ni sus integrantes, como este músico de rostro fiero.

Su número es considerable, puesto que en un lapso de diez años, de 1863 a 1873, hubo en Perú una importación de entre ochenta y cien mil Hijos del Cielo. Tales cifras no se han mantenido este último tiempo; por lo demás el gobierno chino, conmovido por la manera como sus nacionales son tratados, acaba de prohibir completamente esta trata de culis para América del Sur”. Refiere que, así como se los encontraba desempeñando oficios diversos como trabajadores agrícolas en distintas partes de la costa, en Lima había quienes se ganaban el pan realizando diversos oficios, tales como cocineros, cargadores, trabajadores domésticos, etc. Pero ya había algunos que, “más inteligentes o más afortunados”, habían montado sus negocios comerciales en los que vendían, importados de China, tejidos, té, sus especias y “artículos de lujo cuyo uso se propaga cada vez más”. A cambio, dice, recibían plata, que “el comerciante chino en el Perú trata de acumular por todos los medios, para enviarla en barras o en lingotes hacia la madre patria”.

 

Primeras impresiones

Frutera con chino de fonda.

Cinco viajeros franceses dejaron testimonio de la presencia china en el Perú. 

En el período comprendido entre 1880 y 1884 tanto medios de prensa como viajeros extranjeros prestaron especial atención a la comunidad que había llegado al Perú desde tierras lejanas, en particular al prontamente establecido Barrio Chino. Entre los viajeros, dieron cuenta de sus impresiones, además de d’Ursel y los mencionados Cotteau y Verbrugghe, Camille Pradier-Foderé (Lima et ses environs. Tableaux de moeurs peruviánnes, 1897), cuyo padre llegó al país con el propósito de crear una facultad de ciencias políticas en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, que dirigió a lo largo de un lustro; y Charles Wiener, arqueólogo, etnólogo y luego diplomático, de origen austriaco (fue bautizado como Carl) nacionalizado francés, quien realizó un extenso viaje por Perú y Bolivia (Pérou et Bolivie: Récit de voyage suivi d’études archéologiques et etnographiques et notes sur l’écriture et les langues des populations indiennes, 1880).

 

Cultos y Ritos

No obstante las diferencias culturales, los primeros inmigrantes no desconocían las prácticas religiosas cristianas y católicas en particular, ni les costó asimilarlas a las propias. 

Contra lo que pudiese suponerse, para los inmigrantes que llegaron en la primera oleada ni la religión católica ni sus ritos relacionados con la muerte representaron novedad alguna. Así lo demuestra Isabelle Lausent-Herrera en “La cristianización de los chinos en el Perú: integración, sumisión y resistencia”. Oriundos de las provincias de Fujian y de Guangdong, los alrededor de cien mil inmigrantes tenían cuando menos una idea del cristianismo como resultado de la labor realizada por misioneros blancos, tanto católicos como protestantes, para propagarla en virtud a las concesiones obtenidas por los occidentales tras el fin de las llamadas Guerras del Opio, específicamente la expansión de las actividades de las misiones religiosas en territorio chino, donde estaban ampliamente difundidos entre los campesinos “elementos de cultos, budistas (Mahayana), taoístas, ritos y preceptos confucionistas”. Puesto que, como señala Lausent-Herrera, “las prácticas religiosas chinas ofrecían un terreno fértil a la constitución de un sincretismo religioso dado el paralelo existente con elementos centrales del cristianismo y el catolicismo en particular”, no resulta extraño que en 1849, en Guangdong, Hong Xuiquan, catequizado por un bautista americano, comenzara a predicar su particular doctrina, “mezcla de acto de fe cristiana y de tradicionalismo religioso chino”. El predicador no tardó en convertirse en profeta y, autoimponiéndose la misión de librar al mundo, y a China en particular, de la dominación manchú, entonces en el poder, y establecer el llamado “Reino Celestial de la Gran Paz”, formó una sociedad guerrera absolutista y teocrática compuesta por miles de seguidores que a lo largo de 14 años de robos, secuestros, tráfico de culíes desde Macao y Cantón a Cuba, Panamá y Perú, e imposición del terror, provocó millones de muertes en China como consecuencia de la llamada Revolución Taiping. En la primera oleada de inmigrantes confluyeron, entre otros, campesinos perseguidos por los taiping o las tropas imperiales y antiguos taiping o soldados desertores.

La sugestiva presencia de productos de Extremo Oriente amontonados en las calles de los nuevos negocios, conducidos por “comerciantes vestidos con el traje nacional, gravemente sentados frente a su mostrador” y frecuentados por inmigrantes “conversando en una lengua incomprensible”, ejerció influjo suficiente en el viajero como para asistir al teatro chino, más de una vez, “en búsqueda de un espectáculo nuevo para mí, pero también interesante, tanto por los actores como por el público”. En todo caso, basado en su experiencia como espectador, d’Ursel señala que: “La escena representa invariablemente el fondo de un hermoso servicio de té cuyos personajes de repente se pondrían en movimiento: guerreros con cara terrible, mujeres excesivamente coloreadas, ancianos bonachones con bigotes blancos de un largo increíble; toda esta gente con trajes centelleantes de variados matices, guarnecidos con trencillas de seda y pespunteados de oro, forma un conjunto deslumbrante”. En cuanto al argumento, refiere que se trataba siempre de “una escena de tribunal, cuyos incidentes burlescos hacen volverse loco de gusto al auditorio; o también el combate homérico de un solo hombre contra una docena de enemigos; eso sucede en medio de malabarismos, de piruetas y de saltos mortales terribles por su intrepidez”.

“La presencia de chinos da a Lima una fisonomía particular; forman aquí una población completamente distinta”.

La sesión teatral afirma, sostenida en los “diálogos interminables” del elenco, se prolongaba desde las nueve de la noche hasta las seis o siete de la mañana, y se salía aturdido por los humos varios y por las modulaciones sonoras de una orquesta “compuesta por violines gritones de formas extrañas, de gongs y de platillos” investidos de estridencia. Pero lo dilatado, añade luego, no era propiamente la función teatral, sino que –refiere– en el mismo establecimiento operaba una casa de juego, donde se atiborraban los clientes, y un fumadero. Posiblemente d’Ursel asistió al Teatro Olimpo, que Charles Wiener, otro viajero de nacionalidad francesa, también conoció y que funcionaba desde 1866, año en que reemplazó al teatro Delicias (también llamado Odeón o simplemente Teatro Chino), fundado en 1869 en la calle Rostro de la Huaquilla (primera cuadra del actual jirón Cangallo). Por cierto, la antigüedad del añejo Teatro Chino sugiere, según se consigna en Chinatown around the world: Guilded Ghetto, Ethnopolis, and Cultural Diaspora, editado por Bernard P. Wong y CheeBen Tan, que el Barrio Chino de Lima precedió al Barrio Chino de San Francisco, donde el establecimiento del primer comercio está documentado en 1867.

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